Siempre es lo mismo, llegas a un paso de peatones y te encuentras con un semáforo de peatones en rojo, entonces un desagradable desasosiego se apodera de tu cuerpo, te empieza a recorrer un cosquilleo muy incomodo y una prisa inclemente impele a tus músculos a mirar furtivamente a los lados y a cruzar por la calzada con el semáforo aún en rojo, asumiendo un riesgo y convirtiéndote en una potencial (y en muchas ocasiones real) víctima de atropello.
Su habitas en una ciudad más o menos grande seguro que este escenario te es familiar. Yo también fui, al igual que la casi totalidad de habitantes urbanos, víctima de esta inmisericorde prisa mental. Pero un día me paré a pensar "¿de dónde sale esta prisa?", me di cuenta, al igual que cualquiera de vosotros que os paréis a pensarlo, que la mayoría de las veces dicha premura no está justificada por nada, en otras puede venir causada por pequeñas urgencias cotidianas que no se van a aliviar en absoluto por los pocos segundos que ganemos trampeando al semáforo y solamente en contadísimas situaciones excepcionales esa prisa viene avalada por una urgencia real dónde el potencial ahorro de fracciones de segundo puede suponer una diferencia decisiva.
No nos engañemos, la mayor parte de las veces esa ansiedad que nos obliga a cruzar sea cual sea el estado del semáforo no tiene una justificación racional. ¿Vale la pena jugarse la vida por ella? Ok. es cierto que hay muchos pasos de viandantes donde el riesgo de atropello es prácticamente cero pero incluso en esos casos conviene cerciorarse de que no estamos destrozando la labor pedagógica de muchos padres acompañados de la mano por niños pequeños que no entienden porque ese/a señor/ra está incumpliendo una norma básica que sus padres les aseguran que es de vital importancia para evitar accidentes. ¿No os habéis parado a preguntar que quizá habéis sembrado la semilla de la desconfianza en esas inocentes cabecitas y que un día quizá intenten cruzar en rojo para imitar vuestra transgresión sin la capacidad de evaluar riesgos de un adulto?
Sea como fuere un día decidí dejar de agobiarme al encontrar un semáforo de peatones en rojo, me pararía ante él fuera cual fuera el estado del tránsito y simplemente disfrutaría el momento hasta que se pusiera en verde. No os voy a engañar, al principio fue durísimo. Pararse y observar las reacciones ansiosas que surgen en uno mismo frente a la luz roja hace que esas reacciones se sientan de forma aún más intensa. Llega a ser angustioso y varias veces estuve a punto de desistir en mi cruzada particular, pero por alguna razón, seguí perseverando.
Poco a poco, tras el síndrome de los primeros días, un mundo nuevo empezó a aparecer ante mis ojos. Detalles de la ciudad en los que nunca había reparado se ofrecían ahora ante mí descubriéndome paisajes, texturas y arquitecturas de peculiar interés. Esos detalles me entrenaban en el arte de la observación de aquello que nos rodea pero lo más interesante estaba por llegar. Junto con la afinación de la observación externa también empezó a manifestarse una capacidad mejorada de observación interna. Mis estados interiores, sensaciones, emociones que pasaban desapercibidas en el ajetreo diario afloraban ante mi consciencia en esas burbujas de tiempo que empezaban a construirse en las pausas de los semáforos. Eran breves instantes, no llegaban al minuto, pero esas burbujas de tiempo se transformaban en remansos de paz conforme aprendías a re-conciliarte con tus estados internos.
Sucede que cuando observas tu propia ansiedad o tu inquietud (el estado habitual en la espera de un paso de peatones) como quien observa un paisaje, este sentimiento se amansa, se exterioriza, surge un nuevo yo que observa al yo original. Es increíble lo placentero que puede llegar a ser ese estado de ánimo. De pronto las pausas de los semáforos pasan de ser ese castigo a la paciencia a convertirse en regalos de paz. Esos bloques fuera del espacio y el tiempo frenético del día a día urbano con que te obsequias a ti mismo para reflexionar, para contemplar el mundo de forma serena.
Resulta curiosa la condescendencia con la que comienzas a mirar a tus conciudadanos que resoplan impacientes ante el semáforo, con el rictus de la inquietud dibujado en la cara, atentos a cualquier hueco entre el tráfico para poder colarse, andando rápido, con el semáforo todavía en rojo para llegar antes a no se sabe donde en su frenética carrera hacia ninguna parte sin ser conscientes de la inutilidad de ese gesto motivado únicamente por el espanto de enfrentarnos a nuestros propios fantasmas que se manifiestan cuando llega un momento de espera en el que no tenemos que hacer "nada".
A veces pienso que el ajetreo diario no es más el ruido con el que tapamos ese terror que nos da el silencio de encontrarnos con nosotros mismos y que se escenifica con todo su esplendor en la pausa del semáforo. Por otro lado, por que no decirlo, también es muy agradable para el ego de uno cuando escuchas como los padres que van de la mano con sus niños te ponen como ejemplo de héroe que espera impertérrito ante el semáforo en rojo, aunque no pasen vehículos, frente a los villanos desaprensivos que lo cruzan en rojo sin respetar las normas ni la presencia de infantes.
No os voy a mentir, aún hoy sigo pasando en rojo el semáforo de tanto en cuanto, pero sólo en pasos donde la ausencia de riesgo es total y evidente y no hay presencia de críos a los que influenciar negativamente. En la gran mayoría de semáforos he llegado a desarrollar tal habilidad de parar, contemplar y disfrutar del momento con total serenidad que últimamente he llegado incluso a desarrollar una ansiedad inversa, es decir, que si me acerco a un paso de peatones y me encuentro el semáforo en verde empiezo a pensar que voy a tener que renunciar a mi mini-tiempo de relajación y me pongo nervioso hasta el punto que aflojo el paso inconscientemente para dar tiempo a que se ponga en rojo. Ya veis, la psique humana es así de compleja, misteriosa e imprevisible.
Imagen: Creative Commons Daniel Gómez