Aunque la mayoría no somos conscientes de ello, nuestro inexorable proceso de cyborización continúa imparable hasta el punto de que estamos a un paso del hecho de que una transcripción de una de nuestras conversaciones habituales sería totalmente ininteligible para nuestro yo de 1999. Haz el siguiente experimento mental, ¿cómo hubieras reaccionado en 1999 ante este mensaje de ejemplo (en caso de que hayas tenido edad suficiente en esa época)?
“Te llamo por Skype en cuanto esté en casa y te cuento los ‘likes’ que he conseguido en ‘insta’ gracias al ‘hashtag’ que te comenté. LOL, lo petamos!”. Te mandaré un ‘Guasap’ cuando esté llegando”
Este podría ser un mensaje muy normal y no solamente entre gente joven sino incluso entre otros un poco más entrados en años (he obviado usar el lenguaje tipo “q” , “pq” y “qdms?” para no hacer la conclusión demasiado evidente). A estas alturas la diferencia entre adolescentes y “cuarentañeros” es más de matiz; “Facebook” es una palabra más habitual entre los segundos y “Snapchat”, por ejemplo, entre los primeros.
No me malinterpretéis, no soy nada sospechoso de tecnofobia y al fin y al cabo no parece que nadie vaya a viajar al pasado en breve, así que mientras lo del “ministerio del tiempo” siga siendo una ficción ningún problema. Pero es precisamente ahí, en los relatos de ficción, donde aprecio una cuestión cuanto menos fascinante. Y es que si un guionista de cine o televisión quiere crear una ficción narrativa que refleje la realidad actual con un mínimo de verosimilitud, a la fuerza tendrá que mostrar escenas donde los protagonistas lo único que hacen es teclear monótonamente y mirar la pantalla de sus dispositivos con cara abúlica, esbozando, en el mejor de los casos, una mueca de tanto en cuando (nótese que uso la palabra “dispositivos” y no “teléfonos” pues la anacronía de este último término tan sólo describe una función cada vez más residual de estos aparatos). Como además el tiempo que pasamos a inclinar nuestra cabeza sobre los cacharritos cada día es mayor, los guionistas no tienen otra que aceptar esta pesadilla e intentar crear fórmulas ingeniosas de mostrar una actividad que por definición es totalmente insulsa. Y es que cuando el grueso de las conversaciones se realizaban cara a cara, un director de cine tenía una amplia gama de recursos para sacar lo mejor de sus actores. Podía contar con la riqueza de la comunicación no verbal, con la prosodia de las voces y era posible coreografiar armoniosamente los cambios de plano. Pero la dichosa y cada vez más omnipresente vida virtual es tremendamente aburrida para quien la observa desde fuera; una persona aporreando un teclado delante del ordenador o arrastrando el dedito sobre su smartphone, eso es todo.
Son muchos los trucos que que utilizan los creadores para esquivar este hecho, pero casi todos ellos, antes o después, acaban recurriendo a lo único imprescindible para que pueda entenderse la conversación de forma directa: la captura de pantalla con el chat de turno. Así que al final, lo que estamos viendo cuando miramos una historia de ficción o un documental con escenas de este tipo, es una pantalla dentro de otra pantalla.
El otro día me sorprendí a mí mismo viendo una serie (me disculpan no recordar el nombre pero acaso es algo baladí, seguro que esto que voy a contar se da en muchas), en el que se veía como una muchacha le mostraba a otra la pantalla de su smartphone en dónde se veía, a su vez, la captura de otra pantalla que contenía el mensaje objeto de la discusión. Mientras aparecía el plano detalle de la superficie lisa del dispositivo mostrando la captura, me percataba que estaba mirando una pantalla > dentro de una pantalla > dentro de una pantalla y me preguntaba hasta que número de iteraciones sería posible llegar.
No se a vosotros, pero a mí la idea de ver una película donde la mitad del metraje sea gente sobando dispositivos y captura de chats con emoticonos no me pone absolutamente nada. El airbag ya nos privó de las escenas de persecuciones automovilísticas y ahora las RR.SS nos privan de los diálogos histriónicos.
Mi esperanza, no obstante, radica precisamente en el hecho de que como la cyborgrización de la sociedad es imparable, probablemente el status quo tecnológico no sea más que un estado transitorio ya que los actuales dispositivos táctiles en los que cada día pasamos más horas, pronto caerán en el olvido y serán sustituidos por otro tipo de interfaces que, ..los ángeles lo quieran.., dejarán mayor margen a la expresión corporal y nos permitirán presenciar una suerte de danzas cibernéticas mucho más ricas en posibilidades, similares a aquellos arabescos que Tom Cruise popularizó en el film “Minority report”.